El acceso a los encargos de la Administración pública en España es un campo minado para los arquitectos y la sociedad. Y la Ley de contractos de la Administración pública uno de los elementos más denostados por nuestra profesión. Con todo, y pese a que la ley es sin duda mejorable, las dificultades del modelo español de concursos no radican tanto en ella misma como en la manera en que se aplica.
A la hora de definir los pliegos de condiciones para las licitaciones, los problemas pueden seguramente agruparse en dos grandes grupos. Uno es de carácter conceptual y tiene que ver con la confusión en los objetivos que se pretenden satisfacer y las prescripciones que se derivan de dichos objetivos. El otro es de carácter práctico y responde a eso tan nuestro de “cada maestrillo tiene su librillo”.
A menudo no se sabe qué es lo que pretende una determinada administración en el momento de poner en marcha el proceso de contratación. ¿Se trata de encontrar al mejor técnico (o el mejor equipo técnico) para llevar adelante el encargo? ¿O se trata de encontrar el mejor proyecto para dar respuesta a él? Sin duda, aunque pueda parecerlo, no son la misma cosa. Los requerimientos generales del contrato de consultoría, asistencia o servicios podrían dar satisfacción a lo primero, los requerimientos específicos del concurso de proyectos permitirían lo segundo. Lamentablemente las licitaciones que se ponen en marcha son a menudo híbridos sin sentido que acaban por elevar sin ninguna lógica los requerimientos a los participantes. Si se trata de escoger el mejor técnico, las referencias sobre trabajos realizados, los curricula de los miembros del equipo, los medios disponibles o la experiencia debieran bastar. Si se trata de conseguir el mejor proyecto, es la valoración estricta de éste la que debiera contar; las referencias, la experiencia o los medios disponibles sólo debieran servir en este caso para asegurarse de que se cumplen los mínimos de cualificación necesarios, no para competir con la valoración del proyecto en sí mismo. Una vez aceptados a presentar un proyecto, todos los concursantes debieran estar en igualdad de condiciones y el proyecto como tal ser el único elemento a valorar.
Esto nos lleva a otra cuestión directamente relacionada: la proporcionalidad entre los objetivos que se pretenden satisfacer y los requerimientos que se efectúan. En este sentido, las peticiones de la Administración suelen ser simplemente desmesuradas. ¿Quieren las administraciones al arquitecto más adecuado para solucionar el encargo que tienen entre manos? ¿O quieren en cualquier caso al mejor arquitecto del mundo sea cual sea el encargo a ejecutar y con independencia de las características del mismo? A menudo parece que las administraciones optan sin pensárselo por lo segundo, con la consiguiente inflación de requerimientos en absoluto proporcionados al objeto del concurso. ¡Ha llegado a haber casos en los que se ha podido constatar que ninguno de los arquitectos colegiados en la comunidad donde se desarrollaba la licitación había jamás visado el volumen de obra del tipo que se requería para participar!
Las consecuencias de esta confusión en los objetivos de la licitación los conocemos todos: peticiones de solvencia excesivas, garantías innecesarias, valoración desproporcionada de la oferta económica, jurados de proyectos constituidos por personas cuyos conocimientos en arquitectura resultan poco fiables, fallos débilmente justificados y escasamente publicitados, ...
El batiburrillo de modelos de pliegos que cada administración se saca de la manga es la otra cara del problema. Parece que sea imprescindible reinventar la rueda a cada ocasión y que, en aras de su respectiva autonomía, se pueda violentar de manera tan flagrante el principio que obliga al uso racional de los recursos disponibles y a evitar su dispendio. Hay infinidad de pliegos que, aún siendo parecidos, nunca son totalmente iguales. La administración parece tener alergia a utilizar modelos comunes y, en consecuencia, los arquitectos se ven obligados a rehacer una y otra vez los documentos a presentar. Las situaciones acaban siendo esperpénticas: cuando se ha preparado la presentación de un proyecto en din a3 hay que modificarlo a din a4 para el siguiente concurso; si se ha preparado en 4 hojas, para la siguiente casi seguro que hará falta reducirlo a 3; habrá datos que incluir en un caso y suprimir en otro. ¡Hasta la tipografía y el cuerpo de letra se determinan a veces!
Una sociedad cuya Administración pública dedica (y obliga a dedicar) tanto tiempo, esfuerzo y recursos a cuestiones tan banales, no puede en ningún caso ser competitiva.
A estos dos grandes bloques de problemas habría que añadir un tercero: la total falta de valor que la Administración pública otorga al trabajo de los arquitectos y la propiedad intelectual inherente. No está bien bajar música o películas de internet sin pagar porque detrás hay autores cuya creatividad hay que considerar, pero tener a miles (literalmente miles) de arquitectos elaborando proyectos que no tienen contraprestación económica parece que sí se puede. El doble rasero de nuestra administración resulta evidente y temerariamente inmoral. No olvidemos que la propia ley menciona los pagos a los participantes al definir los concursos de proyectos (sin hacerlos lamentablemente obligatorios). En el espíritu del legislador estaba presente, por tanto, la necesidad de tomar este aspecto en consideración. Pero a quien aplica la ley le resulta mucho más práctico, en términos económicos, olvidarse simplemente de esa referencia.
Nada de lo anterior es inevitable. La letanía según la cual “la ley nos obliga a hacerlo así” es simplemente falsa. La ley podría ser mejor, pero con la ley en la mano las cosas pueden hacerse de manera muy distinta. A fin de cuentas nuestra ley transpone una directiva europea a la que debe ajustarse, igual que lo han hecho todos los paises de nuestro entorno y, en ellos, a menudo la situación dista bastante de la nuestra.
Fijémonos en Francia, sin ir más lejos. Para empezar los umbrales a partir de los cuales la ley es de aplicación son mucho mayores; a nadie se le ocurre mobilizar a centenares de profesionales para proyectos que se pueden encargar de manera más racional. Y cuando se mobiliza a la profesión en general, se hace con reglas claras y unificadas. ¡Los modelos son virtualmente únicos para todo el país! de manera que los arquitectos no tienen que reelaborar cada vez la documentación para atenerse a peticiones inesperadas. Si lo que se busca es un técnico adecuado al objeto del encargo se lanza una llamamiento con requerimientos proporcionados al mismo y punto; nunca se le pide, además, que remita también un proyecto. Y si lo que se quiere es disponer del mejor proyecto, se escoge a los equipos que se estima más adecuados sin peticiones previas desorbitadas y se les remunera la presentación del mismo. ¡A ninguna administración en Francia se le ocurre actuar de otra manera y no compensar la presentación de proyectos a concurso!
El problema es por tanto de modelos, de clarificar la finalidad de cada licitación, definir con precisión qué tipo de concursos es oportuno realizar y establecer en cada caso mecanismos proporcionados al objeto. Y el problema es también de pedagogía, voluntad política y capacidad de negociación. La Administración se desbocó desde el primer momento en la aplicación de esta ley y ninguna organización profesional ha tenido la suficiente autoridad para imponer su voz y reconducir los hechos.
Ojalá los debates en estos momentos en curso sirvan para reorientar la gestión de unas licitaciones cuya deriva actual no sólo perjudica a la profesión de arquitecto sino también, aunque muchos no quieran verlo, a la sociedad a la que pretenden servir.