artículo originalmente publicado en la revista latvijas architektūra
Las
calles son una parte substancial del espacio público de la ciudad,
de cualquier ciudad. Son, de hecho, el espacio público básico a
partir del cual se genera la vida urbana y, en una ciudad como
Barcelona, suponen nada menos que el 63% del espacio público
disponible. Tanto por su carácter fundamental como por el elevado
número de calles que existen, su configuración -la forma y el
aspecto que adquieran- acabará por definir el carácter de la ciudad
a la cual pertenecen.
Las
calles, base de la vida ciudadana
Como
marco en el cual se desarrolla la vida urbana, las calles no
pretenden destacar por sí mismas sino ser una simple base sobre la
cual pueda tener lugar todo tipo de actividades. Tienden, por tanto,
a ser espacios
neutros, sencillos,
carentes de elementos particularmente destacables. Hay, sin duda,
excepciones; calles cuyo carácter emblemático o cuyo rol urbano las
hace merecedoras de un diseño diferenciado, que las singularice de
las demás. Pero precisamente por este carácter especial son -y
deben ser- una minoría. La inmensa mayoría de ellas serían
incapaces de cumplir su función de conectores urbanos si no tuvieran
elementos homogenizadores, comunes a todas ellas, que las
identifiquen como parte de una red que adquiere pleno sentido por la
suma de sus partes.
Pero
esta simplicidad
no significa banalidad.
Al contrario, la calidad del espacio que las calles generan es
fundamental para la consecución de su finalidad. Un espacio banal es
incapaz de atraer usuarios y, por tanto, de generar ciudad; un
espacio de calidad es, por el contrario, un imán para la vida
urbana.
El
problema es que la calidad es un valor difícil de precisar; no
responde a una fórmula matemática que pueda aplicarse
rutinariamente; requiere atención al contexto y cuidado en el
detalle. A menudo se asocia com materiales costosos, sin que éstos
sean imprescindibles para conseguirla. Requiere más bien una actitud
proyectual que sea capaz de trascender la solución de los problemas
más inmediatos y formular propuestas que -resolviéndolos- impliquen
un salto a la escala urbana.
Los
pavimentos, generadores de imagen
Las
calles son espacios sometidos a un uso intenso, por el que circulan
todo tipo de vehículos y un gran número de personas. Son, además,
los canales bajo los cuales se encuentran muchos de los servicios
básicos de la ciudad. Requiren, por ello, de materiales que sean
resistentes, especializados en función de si tienen que servir para
el paso de vehículos o de las personas; materiales cómodos para sus
diversos usuarios que sean fácilmente reemplazables en el caso en
que tengan que abrirse para reparar los servicios en el subsuelo.
En las
calles de Barcelona, una ciudad de escasamente 100 km2,
hay más de once millones de metros cuadrados de pavimento. Las
características de éste, se quiera o no, definen necesariamente la
imagen de la ciudad. El hecho de que, para sus aceras, se utilice
casi con carácter exclusivo un único tipo de pavimento y de que su
colocación siga siempre las mismas pautas no hace más que reforzar
su capacidad de generar imagen.
Lo mismo
pasa en cualquier ciudad del mundo que utilice los pavimentos de
manera sistemática. De hecho, hay muchas ciudades que son fácilmente
identificables a través de la fotografia de un simple fragmento de
su pavimento.
El
pavimento estándar para las aceras de Barcelona es la baldosa
hidráulica de cemento de 20 x 20 cm. Se introdujo hace un siglo y su
rápida propagación la han hecho incuestionable. Pese a que, de
hecho, llegaron a haber cinco modelos distintos, la desaparición de
buena parte de ellos y su similitud de fondo nunca han ido en
detrimento de la homogeneidad de la percepción. Es un material
barato, fácil de colocar y de reponer, que funciona bien en el clima
de la ciudad y asume sin problemas las reparaciones que
periódicamente tienen lugar.
Se
complementa con el bordillo de granito, un material noble, resistente
y duradero. Más caro que el anterior, se utiliza precisamente para
un elemento que sirve para separar las calzadas -utilizadas por los
vehículos- de las aceras -para los peatones- y que, por tanto,
experimentará pocos cambios durante muchos años. ¡Hay más de dos
mil seicientos kilómetros de bordillo en Barcelona!
La
imagen contemporánea
La
consistencia en la utilización de estos dos materiales a lo largo
del tiempo ha sido capital para definir las calles de Barcelona, pero
algunos ajustes entre los años 80 y 90 del siglo XX contribuyeron
significativamente a su renovación y definieron su imagen actual. No
son cambios en los materiales sino cambios en el diseño de algunas
piezas clave que consiguieron trascender los aspectos prácticos y
supusieron un salto cualitativo con implicaciones para la totalidad
de la calle.
El
primero se produjo con la aparición del denominado “vado 120”,
destinado a facilitar el acceso a las aceras a personas con problemas
de mobilidad.
Antes de
su introducción, las aceras se deformaban al llegar a los cruces
peatonales a fin que éstas quedaran enrasadas con las calzadas y las
personas con discapacidad motora pudieran cruzarlas. Como
consecuencia de ello, la sección transversal de la acera
-habitualmente del 2%- experimentaba un brusco incremento al llegar a
dichos cruces y la imagen de continuidad quedaba interrumpida.
Algo parecido -y aún más frecuente- sucedía con los vados destinados a permitir el acceso de los vehículos a los garajes situados en los edificios. La creciente presencia del automóvil en la ciudad del siglo XX multiplicó dichos accesos hasta el infinito de modo que las aceras experimentaban deformaciones cada pocos pasos.
Con la introducción de los vados “40” y “60”, se produjo, de manera similar a lo que sucedía con el “vado 120”, una nueva manera de abordar el problema: ya no era necesario deformar la acera -ésta podía mantener su pendiente transversal del 2%-; eran los nuevos modelos de vado los que solucionaban la accessibilidad en los puntos concretos donde ésta debía producirse.
Realizados en granito -al igual que siempre habían sido los bordillos-, los nuevos vados se integraron rápidamente en el paisaje urbano y contribuyeron eficazmente a que, de repente, las aceras pasaran a ser planos casi puros, tersos, diríase que “planchados”, en lugar de la superficie ondulante que había sido hasta ese momento. La mejora de la imagen de las calles resultaba evidente y, con ella, la calidad del espacio que generaban.
La
situación aún experimentaría otra mejora substancial cuando se
consiguió desarrollar la maquinaria necesaria para que los bordillos
-hasta ese momento labrados a mano- pudieran ser cortados
mecánicamente. La rotundidad que con ello adquirieron sus dos planos
visibles se sumó a la limpieza de imagen que se había conseguido
con la continuidad en la pendiente transversal de las aceras. Éstas,
ahora, pese a seguir construyéndose con los mismos materiales con
que llevaban contruyéndose desde hacía muchos años, adquirían una
calidad que los trascendía.
Los
elementos básicos de urbanización
Los
elementos básicos de urbanización suelen ser la “cenicienta”
del espacio público, aquellos en los que nadie confía porque no se
cree que puedan aportar calidad. Se suelen ver como elementos
puramente funcionales, necesarios pero secundarios. Y se suele
confiar en que la atmósfera del espacio la creen el
arbolado o los elementos de mobiliario. Son, sin embargo, los
elementos más abundantes en nuestras ciudades y contribuyen de
manera fundamental a definir su carácter. Ser negligentes con ellos
es ser negligentes con la ciudad. Una adecuada selección de
materiales y el cuidado en los detalles y su colocación acostumbran
a ser mejores instrumentos para generar una imagen urbana de calidad
que inversiones onerosas en elementos singulares.